Es casi la una de la madrugada, tengo algunos problemas para respirar con libertad y siento calor. Quizá es la temperatura de la habitación. Quizá es por el pequeño esfuerzo extra en mi respiración. No lo sé. En realidad, tampoco tengo idea de qué quiero escribir. Simplemente quiero sacar algo de mi interior, pero no estoy seguro de qué sea.
No puedo dormir y la razón de eso sí la sé: no puedo dejar de pensar en mi hermana, sola en ese hospital, con un tubo en su garganta, una sonda en su estómago y su pelo muy corto. No puedo pensar en la sonrisa que quiso darme cuando tenía que regresar al trabajo, luego de verla por unos quince minutos. No puedo dejar de pensar en las cosas malas que le hice mientras crecíamos. El dinero que le robé cuando comenzó a trabajar y a mí se me antojaba algo de la tienda.
Justo ahora acabo de recordar que siempre que ella salía, yo le pedía que me invitara a un mousse de chocolate de Pollo Campero. Y a veces me invitaba. A veces, cuando volvía a casa de su trabajo, me traía mi mousse. Ese fue el primer postre que de verdad me gustó. Lástima que ya no lo venden.
Tengo miedo.
Miedo de que no conozca la casa que compramos con Virginia. Miedo de que no vea la iglesia que hace meses echamos a andar. Miedo de que no sepa lo mucho que la amamos. Miedo. Miedo. Miedo.
Tenía miedo de ir al hospital pero hoy no pude posponerlo más. Fui. Virginia también fue. Virginia es mucho más fuerte que yo. Hoy me di cuenta de nuevo y le doy gracias a Dios por eso. Pero también le doy gracias a Dios por algunas otras cosas, como por el mousse de chocolate de Campero, por la marquesa amarilla de Ruby (mi hermana), por todos estos años que pude aprender de ella que nunca es tarde para comenzar a hacer algo correctamente. Gracias por mi familia que, aunque no es perfecta, o más bien, está muy lejos de ser perfecta, es la que Dios escogió para mí y no se equivocó. Gracias por la sanidad divina. Y gracias por la soberanía divina.
No sé qué vaya a pasar.
Puede que Ruby se levante de esa cama o puede que salga del hospital, vaya a su casa y se levante de esa cama. Puede que sí llegue a conocer nuestra casa, la iglesia e incluso a sus nietos. Puede ser.
Quizá Dios la sane de la forma en que nosotros queremos que la sane, pero quizá la sane de otra forma: para siempre.
Sea como sea, quiero darle gracias a Dios por algo más. Gracias por la esperanza que ha sembrado en todos nosotros y por la que sabemos que un día, no lejano, él mismo va a enjugar todas nuestras lágrimas y la muerte no será más. Como dice ese himno antiguo que me fascina:
Yo sólo espero ese día cuando Cristo volverá.
Yo sólo espero ese día cuando me levantaré
de la tumba fría con un cuerpo ya inmortal.
En ese día, sin importar lo que pase ahora, voy a ver a mi hermana y voy a verla sonreír… ya sin miedo, sin cansancio y sin tristeza.
Me voy a dormir.
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